Se acerca una nueva edición de un premio reconocido y respetado por la comunidad teatral. La entrega de los ACE, otorgados por la Asociación de Cronistas del Espectáculo, funciona como eslabón de una actividad que se sustenta en lo artesanal, casi “fabricada a mano”. La ceremonia de los Premios ACE guarda calidez y sinceras emociones, a la vez que permite reunir cariñosamente una vez al año a quienes depositan talento e ilusiones sobre los escenarios de nuestro país.
Suspendidas dos ediciones por la situación sanitaria, su celebrado regreso me retrotrae a un pensamiento que me acompaña desde hace tiempo: ¿hace falta entregar un ACE de Oro? La divulgación del nombre del elegido -posterior a las sucesivas entregas- se convierte en casi excluyente, dejando de lado a la mayoría de los premiados, los cuales ven empañada la caricia recibida ante la polarización pública en un solo protagonista de la noche. Lo demás pasa a segundo plano injustamente. Si el objetivo inicial de entregar un Oro -en algún otro premio- fue el de retener hasta el final a los invitados para una mejor puesta de la transmisión televisiva, amerita que los protagonistas teatrales acompañen el festejo sin necesidad de anzuelo alguno.
Una de las cualidades del Premio ACE es el amplio espectro de sus destinatarios. Siento forzado llegar a un Oro, cuando el teatro tiene mucho más que ver con lo vocacional, tantas veces sustentado en cooperativas sin producción. Corresponde puntualizar que esta sugerencia, que de antemano transmití a la presidenta de la entidad organizadora, no guarda otro fin que el de dar una mirada personal agradecida a un premio que desde su creación persigue resultados nobles. El ACE es un galardón que privilegia el contenido por sobre el show, que premia el esfuerzo colectivo que, sin duda, caracteriza a la actividad. El ACE de Oro quita parte de ese reconocimiento brindado a quienes resultan ganadores de los distintos rubros. Sin el Oro, la fiesta del teatro sería aún más distintiva, más coherente con la actividad y su comunidad.