Ayer domingo 15 de noviembre se cumplieron ocho meses de otro domingo 15.
El de marzo, cuando las actividades teatrales y musicales en las salas del país dejaron de funcionar.
Por eso centenares de personas de este ambiente artístico celebraron -antes de dormirse el jueves- el levantamiento de la clausura al público presencial que regía en las salas de espectáculos del país producto de la pandemia.
Ante la pregunta recurrente sobre si es sustentable económicamente este regreso, con aforo limitado y demás costos para adaptarnos al protocolo sanitario, queda a la vista la realidad negativa que antecede a la respuesta.
Sin embargo, escuchar hasta el llanto mismo a actrices, actores, músicos, productores, escenógrafos, directoras o autores, técnicos y más personas de la profesión en esa madrugada del viernes al publicarse en el Boletín Oficial el decreto que permite su funcionamiento ajustado a protocolos, confirmó -además de la angustia contenida en estos meses- que haber trabajado a conciencia, privilegiando lo sanitario, hoy nos premia en la cuota parte que nos toca a cada uno por el trabajo realizado.
Es el desahogo de tanta gente lo que justifica ampliamente la tarea realizada.
Ahora se impone otro paso enorme: mover esta rueda despacio pero sostenidamente, poniendo ingenio en ir logrando hacer coincidir las necesidades de trabajadores y empresas para ensamblarlas con los posibles futuros espectadores. No será tarea sencilla.
Hay que prestarle más atención al movimiento teatral independiente, el de las salas pequeñas, que si bien ha participado en estas gestiones y consensos es quien tiene menos plafón para su subsistencia.
El regreso a los escenarios resultó un paso importante. Necesario. Ratifica que es una apertura testimonial.
Tiene valor simbólico y predispone mejor para encarar sumar algo más para 2021.
Afloja tensiones saber que ya no es una actividad clausurada.